¿PODEMOS SER APÓSTOLES?

Sí, sin duda, decía el Rvdo. P. Mateo; no sólo podemos sino que debemos ser todos Apóstoles del Sagrado Corazón. ¿Qué es un Apóstol?... ¿Es, acaso, una voz que resuena? ¿Es alguien que se agita, que hace ruido; un sembrador que corre por todo el campo echando en todas partes la semilla?

¡No, mil veces no!... Convertir a las almas, ganarlas a Jesucristo es una obra sobrenatural, y lo sobrenatural se opera sobrenaturalmente. La ciencia, la elocuencia no bastan; no son los sabios ni los grandes oradores los que hacen falta en la hora actual, sino los santos. Un Apóstol es un cáliz lleno de Jesús, cuya plenitud se derrama sobre las almas. Llenaos de Jesús, llenaos de su vida divina; sed santos, o por lo menos esforzaos en llegar a serlo, tened un deseo sincero y serán Apóstoles. Pero, dirá alguno, eso es muy difícil, muy complicado. No, nada más sencillo. Santo es el que vive de fé y de amor.

Vida de Fe. — Lo que más nos falta es el espíritu de fé. Es preciso ver a Jesús en todas partes: en nuestros padres, superiores, en nuestros hermanos, en los incidentes de la vida, en la buena o mala fortuna. Seamos más prudentes que el ciego del Evangelio. El decía a Jesús: “Señor, que yo vea”. Nosotros digamos: “Señor, que te vea y sea ciego para todo lo demás...”

Somos muy razonadores; si tuviéramos más fé, tendríamos más luz y obraríamos en conciencia, sobre todo tratando de llevar alguna cruz.

Vida de Amor — Triste es decirlo pero es muy cierto: Jesucristo, el Amor mismo, no es amado. ¡Amémoslo, sí, amémoslo hasta la locura! Que el Sagrado Corazón de Jesús sea para nosotros, como para San Bernardo, el Corazón de un hermano, de un rey, de un amigo: el amor, éste es el secreto de la santidad. No se trata de un amor sensible, sino del amor fuerte y poderoso que está en la voluntad, del amor que sólo conoce una cosa: hacer la voluntad de Jesús, trabajar en el establecimiento de su Reinado y ofrecerse como hostia de amor para conseguir este fin.

Vivir así de fé y de amor en medio de las ocupaciones, cualquiera que sean, , y serás Apóstol, y convertirás almas o preciosas perlas para su corona. Y cuando llegues al cielo, admirada de ver el esplendor que en ella irradia, dirás: “Señor ¿quién te ha dado esa corona... no la de espinas sino la otra?” Y Jesús te responderá. —Fuiste tú.

Puede uno ser también Apóstol por medio de la palabra, de la pluma, de la oración, del sufrimiento: por la caridad, por la limosna, sobre todo sí ésta es fruto de algún sacrificio.

Estando en Suiza el P. Mateo, se le acerca un Cura y le dice: “Si busca un alma que pueda ayudarle en su Obra, conozco una; es una jovencita paralítica que sufre en todo su cuerpo. No tiene más que la cabeza para pensar en Dios y su corazón para amarle. No puede venir a la iglesia, sin embargo desearía oírlo”. El Padre va a visitarla, le habla del apostolado y le dice: “Quiero que me hagas el regalo de todos tus sufrimientos, de tu enfermedad. ¿Quieres ofrecerte como víctima de amor al Divino Corazón para ser su Apóstol? Por señas le manifiesta que ha comprendido y que se ofrece en adelante como holocausto por la extensión de la Obra”.

En Rotterdam, en Holanda, una niñita de 10 años logra escaparse de su casa, viene donde el Padre y le dice: “Bendígame Padre, para que yo pueda ser en pequeño lo que usted es en grande: Apóstol del Sagrado Corazón”.

Conozco en Francia, dice el Padre, una joven de alta sociedad pero muy delicada de salud, a pesar de esto, ha llegado a conseguir de su Obispo la licencia para extender y propagar la Entronización, y hace un año que recorre las aldeas, en todo tiempo, conquistándole familias al Sagrado Corazón. Son ya cerca de 1.000.

También en Francia —muy cerca de la línea de fuego— un joven herido, de noble y distinguida familia, manco del brazo derecho, cojo y medio mudo a consecuencia de la parálisis, es uno de los más entusiastas apóstoles. Con el brazo izquierdo escribe mal o bien, y con su pierna de palo va recorriendo las casas, llevando a las familias hojitas de propaganda y predicando el amor a su manera. Fácil es suponer que pronto convence; en pocos meses se le han rendido unos 100 hogares.

¿Y qué decir de una pobre de 75 años? Pues cuenta entre mis apóstoles marquesas y... mendigas. Con sólo recordarla me animo cuando a veces me vence la fatiga y el sufrimiento físico. Ha tomado por su cuenta las viviendas de los obreros. Y realiza entre ellos verdaderas maravillas. No sabe leer ni escribir; ha aprendido de memoria las oraciones de la Entronización. Una noche de lluvia torrencial la veo llegar y exclamo: “¡Oh! ¡Cómo viene Ud.!” — “Es cierto, Padre, vengo un poquito mojada; pero ¿Qué importa? — “¿Y dónde podría Ud. secarse?” —“En casa de una vecina... y luego... aunque me muriera ¿Qué más da?... ¡Con tal que El reine!”

Otra jovencita que, tendida en un lecho del Hospital, ofrece sus dolores por la Entronización y sólo siente el haber perdido las dos piernas y no poderse dedicar a conquistar familias para el Corazón divino de Jesús.

En Río de Janeiro, una enferma postrada por meses y años, la gran propagadora de la Entronización en la Capital y en todo el Brasil, ejerciendo su ardiente celo, desde la Curia Arzobispal hasta la aldea más remota; sin más medios de acción y de apostolado que la pluma para escribir y el teléfono que tenía a la cabecera de su lecho de dolor. ¡Pero tenía un alma de fuego y de luz! Esta es la gran fuerza, la que se basta sola, y sin la cual las demás son nada. ¡Tanto puede la radiación de una sola alma!

En Lyon, Francia, El Padre acababa de predicar. Aunque había visto que la ciudad entera escuchaba sus conferencias, partía apenado, y muy sencillamente le decía a Nuestro Señor durante su acción de gracias después de la Misa el día de partir: “Señor, bien lo sabes, parto triste porque no he encontrado un alma que se preste a amar, orar y sufrir por la Obra. Si ella debe producir aquí frutos de salvación, dígnate enviarme una de esas almas que, a semejanza de Sor Teresa del Niño Jesús, se ofrezca a orar, amar y sufrir por el Reinado de tu Divino Corazón”. Repite cuatro veces esta súplica, cuando vienen a interrumpirle. “Padre, aquí hay a la puerta una niña pobre, una fastidiosa que insiste en que tiene que hablarle; pero no se moleste, voy a despacharla”. —“¿Y por qué? déjala entrar”. Se presenta la niña y le dice: “Padre, le he oído predicar la Entronización y quisiera hacer yo también algo. Si tiene necesidad de una pequeña alma que, a semejanza de Sor Teresa del Niño Jesús, se ofrezca a orar, amar y sufrir, decírmelo”. El Padre, estupefacto, guarda silenció viendo la prontitud con que Jesús responde a su petición. La niña, creyendo que no le ha oído repite su oferta.

—“Pues bien, hija mía, te acepto”.
— “Entonces, Padre, venga a la capilla, quiero hacer mi ofrecimiento a Jesús y que usted la confirme”.

En un Hospital de París, hay otra pobre joven clavada por horribles padecimientos en su lecho de dolor. A petición suya había hecho la Entronización del Sagrado Corazón en su cuartito. Poco tiempo después escribía al P. Mateo: “¡Cuán bueno es tener al lado a Jesús! No puedo moverme, y sin embargo quisiera tener alas para ir a predicar el amor de Jesús a todos los que sufren. Pero no, no tengo necesidad de alas para amar y sufrir. Sé que el sufrimiento es un apostolado y que desde mi cama puedo ejercerlo con gran provecho”.