MILAGROS Y TESTIMONIOS

Unos cuantos, aun cuando se podrían citar por centenares. Una señora de las más celosas por la Obra de la Entronización no podía hacerla en su hogar, a causa de su padre, franco-masón cruz-rosa 33, presidente de la logia, rito escocés, anciano de 68 años que jamás se había confesado. La hija de este señor se presenta un día al R.P. Mateo y le dice: “¿Creéis, Padre, que consagrándome a la Obra de la Entronización del Sagrado Corazón en las familias, comenzando por la mía, (era casada y madre de muchos de hijos) podré alcanzar lo único que deseo en la vida, la conversión de mi padre?; jamás le he visto rezar y odia mortalmente todo lo que es religión”.

—“Seguramente, contesta el Padre: haced la Consagración, yo iré a presidirla y después os descubriré un secreto que tengo que comunicaros”. El día señalado (refiere el P. Mateo) fui a la casa. La madre cristiana, su esposo y sus hijos se agrupaban delante de la imagen del Sagrado Corazón que dominaba un altar adornado de flores y luces. Después de la ceremonia, durante la cual mucho se oró y lloró, la Señora se me acerca y me pregunta cuál es mi secreto: “Es que quiero escribir a vuestro padre para pedirle que, en nombre y por amor al Sagrado Corazón, Rey y Dueño ya de su familia, venga el próximo viernes a las cinco de la tarde a mi casa para hacer su primera confesión”.

“¡Oh, Padre mío! exclamó la señora, asustada; no lo hagáis, sería echarlo a perder todo. No conocéis a mi padre; hace algún tiempo estuvo muy enfermo, tuvo que ir a Suiza para que le hiciesen una operación. Yo le acompañé para asistirle y cuidarle. La víspera de la operación le dije: “Padre mío, quiero pediros un favor ¿me lo concederéis?” —“Sí, todo cuanto quieras”. —“Pues bien, llamemos a un sacerdote antes que al doctor”.

Cambiando entonces de expresión y de lenguaje, me agarra del brazo y sacudiéndome con fuerza me dice: —“Jamás, ni antes ni después de la operación, jamás, ¿lo oyes? jamás, jamás”. “¿Y queréis, Padre, escribirle pidiéndole que se confiese? Como os lo he dicho, seria echarlo a perder todo”. —“Si, señora, le escribiré el viernes próximo; entre tanto, orad”. El viernes, mientras almorzaban, el sirviente trajo una carta para el señor de la casa; éste la abre, la lee, palidece, se levanta en el acto y se retira, pretextando un asunto muy urgente. Su hija, su yerno, los hijos todos sabían de qué se trataba y corren al salón para pedir con lágrimas al Sagrado Corazón el alma de su padre y abuelo.

A las cinco, yo estaba en mi cuarto; el portero viene asustado (conocía la impiedad de dicho señor) y me anuncia su visita y me pregunta qué es lo que debe hacer. —“Que entre” respondo. El portero quería hacerme reflexionar; pero yo repetí: “Que entre”.

Algunos instantes después caía de rodillas sollozando: “Padre, no sé explicar lo que había en esta frase de vuestra carta: “Os pido en nombre y por amor al Sagrado Corazón, constituido en Rey de vuestra familia, que vengáis a confesaros. Me ha transformado”. Y siempre sollozando añadió: “Previendo que no podría hablar para confesarme, he escrito mi confesión, desde las doce; leedla, Padre”. Leí, pues, esta admirable confesión, interrumpiendo varias veces el anciano con un grito: “Si, le amo con todo mi corazón”. Después de darle la absolución, el Padre le aconseja que se prepare para hacer después de quince días su primera Comunión. A estas palabras, siempre de rodillas, exclama en un sollozo: “Oh, Padre, no digáis eso. Decid que puedo comulgar mañana, tengo sed de El”.

Lleno de admiración al ver el poder irresistible de la gracia, no puedo rehusar al feliz convertido lo que me pide; corre entonces al teléfono para advertir al Vicepresidente que él acaba de confesarse y le invita, lo mismo que a todos los demás franco-masones de la ciudad, a asistir a su primera Comunión al día siguiente. En efecto, muy de la mañana se dirigió a la Catedral, pues quiso que todos lo viesen; al fin de la Misa, lleno de respeto y amor, se acercó al divino banquete con dos de sus nietecitas que también comulgaban por vez primera; después decía: “No sé cuál de los tres estaba más contento, creo que era yo”.

Últimamente el Padre recibía una carta de él: “Padre mío, le decía; me he propuesto ser el apóstol de mis dos hermanos y tengo la satisfacción de deciros que acaban de confesarse por primera vez; mañana los acompañaré en su primera Comunión. Uno tiene 71 años, y el otro 75”.